Casa Macareno
La fachada nos transporta a otra época, a esa en la que chulapos y chulapas se daban cita a la hora del aperitivo para tomar el vermut. Casa Macareno abrió sus puertas en 1920 como la bodega Felipe Marín y Hnos. Nos lo recuerdan los bonitos azulejos de la entrada. Más tarde pasó a llamarse Las Campanitas, hasta que, ya metidos en los 60, Manolo y Mari le dieron el nombre de Casa do Compañeiro e instalaron un loro en la puerta que saludaba a los clientes. Después de casi 50 años, este matrimonio gallego ha decidido descansar un poco. Hoy, Sergio Ochoa y Julián Lara Vella, alma maters del El Cocinillas y el bar Corazón de Malasaña, junto al chef Pepe Roch, recogen el testigo y reabre esta taberna con solera bajo el nombre de Casa Macareno, dispuesto a mantener su auténtica esencia castiza. Eso sí, con alguna que otra licencia.
Tradición española renovada’, aclara el joven propietario. Al estilo de La Carmencita o Celso y Manolo, con base en el espíritu de los 50, cuando el buen servicio era fundamental y primaba la calidad del producto. Sin pretensiones y sin experimentar demasiado, en la carta de Casa Macareno encontramos raciones para compartir, de las de toda la vida: ibéricos, chacinas, quesos, conservas y encurtidos, anchoas y unas sardinas que parecen boquerones; grandes clásicos del recetario nacional, como las croquetas de jamón (que aquí llevan trufa), las patatas bravas (al estilo de Casa Macareno), el salmorejo cordobés, los huevos rotos con gambones o los taquitos de bacalao; y también algún que otro plato fuera de lo habitual, como el tiradito de besugo, el micuit de foie, las alcachofas confitadas o el steak tartar de solomillo, opciones para paladares gourmet que reflejan la nueva era del local. A la hora del aperitivo, una caña de grifo bien tirada (una Inedit o una Malasaña para los cerveceros más exigentes) o un vermut ‘yayo’, con un toque de ginebra, como solían servirlo los antiguos dueños. A pie de barra, como manda la tradición.
A la derecha de la barra, los platos pintados de la ceramista Nuria Blanco nos reciben en un pequeño rincón que hace las veces de hall antes de pasar al salón, con banquetas altas y una mesita junto al ventanal, acicalada con claveles frescos, donde se puede degustar la misma oferta que en las mesas vestidas. Los suelos de antes se han sustituido por mármol, las maderas y los cristales grabados han sido cambiados y tenemos una vista fantástica de la zona de barra y sus preciosas paredes cubiertas de azulejos. Pasamos al comedor, un bonito espacio interior en el que se ha mantenido la esencia de los comedores antaño, de esos con mantel y servilletas de tela, y donde los fines de semana conviene reservar. Es el lugar ideal para saborear un buen pedazo de carne. Al horno, cochinillo asado a baja temperatura, bacalao gratinado o chipirones y chalotas al vermut y calabaza. Y en ‘ascuas’, como dice la carta, atún rojo encebollado, secreto ibérico y chuletón de vaca vieja. Conviene dejar sitio para probar sus postres caseros. Entre semana, un suculento menú del día nos devuelve los grandes hits de la cocina española, como los judiones de la Granja, la merluza en salsa verde o las lentejas.